Dependienta

Creo que todos, al menos durante un año de nuestra vida, deberíamos trabajar de cara al público. Me atrevería a decir incluso que a muchos les vendría bien pasar algo más de un año, a modo de efecto kármico. En mi caso personal, llevo ya casi 8 años. Tres de ellos han sido en retail (tienda). He vendido un poco de todo: pastas de dientes de sabores varios, velas, ropa, calzado y, principalmente, libros. La mayoría de las cosas son pijadas o, como diríamos en Cuba, pacotilla que la gente no necesita. Lo interesante del retail es cómo los perfiles de clientes cambian de acuerdo con ciertos factores: ubicación y tamaño de la tienda, producto ofertado y, seamos realistas, el tipo de staff que tengas. Si tienes una tienda “cool”, con un producto lujoso, tienes que tener a personas físicamente atractivas y diversas. Porque seguimos siendo una partida de superficiales. 

El tipo de trato que se establece con un comprador en una tienda, casi siempre es bastante efímero y rápido. Para mí esto es perfecto porque así tienes que fingir durante menos tiempo. No hay mucha interacción como para comprometerte o profundizar en la vida del cliente, cosa que poco me importa y que a veces tengo que tragar para conseguir cerrar una venta. 

Honestamente creo también que la gente hoy en día quiere comprar en paz. Esos métodos de venta agresiva que algunas empresas aquí en España tienen más que reciclados, en mi opinión, son ya demasiado obsoletos. Cada día que pasa veo más gente visitando tiendas con los cascos puestos. Con esto básicamente te están diciendo: “No te me acerques que solo estoy viendo. Déjame en paz”. Yo por ejemplo, soy una de esas. Voy con cascos y evito todo tipo de contacto visual a menos que necesite algo específico y no sepa cómo dar con 

ello.

En el último mes he pasado de una tienda a otra. La primera está localizada a mitad de La Gran Vía, la meca del comercio en Madrid. Tiene casi un total de 80 trabajadores, entre personal de seguridad y tienda. Los perfiles que rondan Gran Vía son, la mayoría, turistas maniáticos y excesivamente consumistas que sólo van en busca de ofertas y tax refund. También puedes toparte con pequeñas sectas de adolescentes que prefieren hacerse fotos con fondos chulos antes que estar en un parque bebiendo unas cervezas. 

La segunda tienda (en la que estoy ahora gracias a fuerzas divinas) es una pequeña de coffee table books en el barrio de Chueca. Me resulta hasta complicado describir con palabras la diferencia tan abrupta entre una tienda y otra, no solo por cuestiones físicas, sino también por el tipo de perfiles que me visitan. Primeramente hay que tener en cuenta una cosa: cuando trabajas con libros “chulos” con muchas imágenes “guays” (términos muy comunes aquí para describir cualquier cosa “cool”) y precios entre los 20 y los 1500 euros tiendes a atraer mucha gente que, por su lenguaje corporal y forma de expresarse, se cree bastante alternativa. Tenemos hipsters, interioristas, coleccionistas de arte, influencers, entusiastas de la moda, snobs y peña que se cree que porque compre un libro con imágenes es la más culta del universo, cuando en realidad la función de un coffee table book es meramente estética. Están diseñados para que no puedas resistirte a su compelling visual power. Una vez lo tienes expuesto en casa, puedes echarte años sin volverlo a tocar. 

Lo que no sabía yo era que los libros con grandes fotografías suelen llamar la atención de señores bastante mayores. Si nos ponemos a atar cabos, tiene sentido, ya que poco se puede ver correctamente con esa edad. Por lo tanto, las imágenes de gran formato son convenientes para ellos. Uno de los problemas de estos perfiles es que no sabes cuándo te puede tocar uno muy verde, hasta que te da conversación. El otro inconveniente es que pueden coincidir varios en un mismo día. Estos “viejitos” pueden estar horas haciéndote cualquier tipo de preguntas, relacionadas o no con el producto, la tienda, o incluso temas personales. Muchos no respetan la distancia interpersonal establecida tras el covid y, a veces, sientes incluso la potencia de su respiración, y/o si tienen problemas estomacales o bucales. Si les caes bien, aunque no sean tus intenciones, pueden visitarte más de una vez en el mismo día. 

Trabajar en una tienda es desarrollar una investigación antropológica. Basta con observar detenidamente cómo la gente trata los objetos o cómo los dejan al partir. Están los que hojean los libros como si estuvieran buscando los últimos apuntes de la vieja libreta del cole: mojan ligeramente los dedos y pasan las páginas con rapidez. Tienes también los que te dejan los libros descentrados, gente que, estoy segura, nunca ha tenido un trastorno obsesivo compulsivo en su vida: a los que no les molesta un cuadro inclinado, zapatos superpuestos, calcetines desparejados. Luego están los que tienen una vasta educación cívica y a los que les preocupa poco tenerla. En estos casos escasean los términos medios. Puedes toparte con gente que pide permiso para todo y gente que se toma la libertad de estar como en el salón de su casa. Los primeros son una especie rara, poco frecuente. Los segundos suelen tomarse la libertad de sentarse a leer de forma desenfadada, como si dispusiéramos de servicio de cafetería para acompañar su paciente lectura; levantarse y no colocar la silla en su sitio, o simplemente dedicarse a ver vídeos mientras su acompañante compra o contempla. Cabe resaltar también a aquellos grupos que pueden estar varios minutos consecutivos riéndose a carcajadas de los libros con contenido sexual explícito, como si nunca hubieran visto la imagen de un pene en sus vidas; los que te piden el descuento de empleado sin conocerte de nada; los que usan el espacio como meeting point, y se quedan de charleta con un volumen de voz impropio para una librería; los que respetan la hora del cierre de la tienda, y a los que les da igual. Ya con esto te puedes ir haciendo una idea de cómo va la sociedad. 

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