Hospitales por mi cuenta

Cuando decides emigrar sola, hay una serie de cosas a las cuales tienes que enfrentarte sola. Una de las más incómodas, aterradoras y complicadas, para mi, ha sido pisar hospitales. Tuve que acostumbrarme a ello lo antes posible para evitar bajar mis defensas por el miedo y la ansiedad que me provocaron las primeras veces. Desconocía por completo la sensación. En Cuba fui privilegiada en ese sentido. Mami dirigía el departamento económico de la única clínica para turistas que existía en La Habana. Por tanto, tuve la suerte de ser siempre atendida como prioridad, por médicos con muchísima experiencia. Nunca me faltaron los medicamentos necesarios para cada malestar y, encima, nos lo podíamos permitir porque, gracias a mami, los precios para nosotros eran diferentes en comparación a los reales. 

Mami llegó a la clínica un año antes de yo nacer. Vivía con papi y mis abuelos a cinco minutos de ahí, con lo cual, tanto mi hermano Franco como yo crecimos tranquilos en el aspecto salud. Teníamos a nuestra disposición lo que hiciera falta: dermatólogo, podólogo, ginecólogo, cardiólogo, dentista. Cualquier dolor, incomodidad o preocupación referente a nuestro cuerpo, íbamos directamente a la clínica y éramos prioridad ante casi cualquier otro paciente. Hasta mis 24 años mami o papi siempre me acompañaban al médico, nunca estuve sola.

La primera vez que acudí a un centro de salud en España, estaba aterrorizada. Fue debido a una seria infección en la garganta que pillé saliendo de fiesta, para conseguir anestesiarme un poco y olvidar el acoso psicológico de mi jefa, el tiempo que llevaba sin ver a mi familia y la incertidumbre que me provocaba el futuro en Madrid. Me enfrenté a la cabina de información sin tener idea de lo que era la Seguridad Social, una tarjeta sanitaria o si costaba o no tratarse en un centro médico de esos que te corresponden según tu padrón. Fui con miedo a lo peor. Fui porque me había presentado a trabajar con fiebre y en la oficina me explicaron que eso no lo podía hacer, que la empresa necesitaba un justificante médico para excusar la ausencia. Fui porque mi jefa de aquel momento me reprendió por haber salido de fiesta, en mi tiempo libre, cuando no había conseguido llegar al objetivo individual de ventas de ese mes. Fui paranoica, hipocondriaca, temblando y con un pequeño ataque de ansiedad. No sabía a quién llamar para que me acompañara.

La peor sensación la experimenté al llegar a casa, después del chequeo, cuando tuve que llamar a mis padres por separado para contarles lo sucedido. Dudé mucho antes de hacerlo. Cuando vives lejos de tu familia tienes que aprender a controlar la información, ser cuidadoso con lo que compartes, para evitar darles dolores de cabeza. Las preocupaciones que provocas a tus seres queridos, vistas de lejos para ellos, son más dolorosas por la impotencia que les provoca el no poder hacer nada por ti. Es necesario aprender a vivir con eso cuando emigras. A papi le pasó cuando le detectaron el cáncer de próstata en Miami, durante la operación de una apendicitis. Nos comunicó la existencia del cáncer una semana antes de la intervención quirúrgica para eliminarlo. Fue vía correo porque en aquel momento aún no teníamos acceso a internet en Cuba. 

El resto de mis visitas a los centros de salud, salas de urgencias o cualquier espacio similar aquí en España, aún las recuerdo perfectamente. Una a una. Porque la sensación siempre es la misma. Lo único que ha cambiado es mi manera de gestionarlo, gracias al tiempo y mis intenciones de adaptación. Pero se repite el nerviosismo, el temblor, el hastío, las miradas asustadizas fijadas en el techo o el suelo, el desespero, la paranoia y la necesidad de hablar con alguien por Whatsapp mientras espero a ser atendida. 

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